Antonio López Gómez, el alcalde de ‘La Coronación’ (1.878-1.965). Trabajo de investigación de Antonio Peñalver

 

 

Antonio López Gómez nació un 23 de julio de 1.878 en Cehegín. Aún le recuerdo. Yo tendría unos cinco o seis años cuando don Antonio López Gómez arribaba a casa de mi abuela, su sobrina, para pasar las fiestas patronales en honor a ‘su’ Virgen de las Maravillas. Y digo bien cuando digo ‘su Virgen’, porque además de ser un fiel devoto de Nuestra Patrona, tuvo el singularísimo honor de presidir como alcalde su coronación en el año 1.925, siendo también uno de los más destacados impulsores de tan notable hecho. Él siempre evocaba los fastos de La Coronación con gran emoción y lágrimas en los ojos.

Nunca olvidaré la imagen elegantona de aquel hombre extremadamente educado, vestido con un impecable terno negro, rematado con pajarita granate a rombos sobre una blanquísima camisa. Parece que le estoy viendo en el zaguán decorado de azulejo andaluz que daba entrada a la vieja casona de mis abuelos en la calle Unión, tras haber accionado un par de veces la cadena de la campanilla de llamada del portón interior, esperando ser recibido. Al abrirle la puerta, Isabel, mi abuela, se encuentra a su querido tío, curiosamente tan solo ocho años mayor que ella. La madre de mi abuela era la hermana mayor de Antonio, con gran diferencia de edad entre ambos hermanos. Portaba  una pequeña maleta de cartón piedra en una mano y su sombrero negro de fieltro modelo ‘homburg’ en la otra. Una amable sonrisa se dibujaba en sus labios por poder abrazar de nuevo a su sobrina favorita. Acababa de llegar de Valencia, la tierra que le acogió y a la que también amaba profundamente; pero a Cehegín lo llevaba en el alma.

La visita de don Antonio, o el tío Antonio de Valencia como también era conocido entre los sobrinos de su Cehegín natal, suponía todo un acontecimiento familiar cada siete de septiembre, víspera de las fiestas patronales. Los más pequeños no tardábamos en aparecer por la casa de los abuelos, a recibir un beso de aquel anciano que olía a afeitado pulcro y sobria loción perfumada. Nos hacíamos los vistos, pero nuestro objetivo no era otro que ser obsequiados por nuestro tío con aquella moneda de ‘duro’ de cada año con la que inmediatamente haríamos feliz a ‘Julián el del Estanco’, convirtiéndolo en tebeos y golosinas. 

Antonio ‘Cola’ como se le conocía familiarmente, fue maestro alpargatero durante toda su etapa ceheginera. Nació y vivió en el nº 28 de la calle ‘La Fortuna’; allí vinieron también al mundo los ocho hijos que su esposa Ana María Muñoz Santillana le dio: Andrés, Isabel, Antonio, Magdalena, Santos Miguel, José y Pilar. Que nadie intente averiguar la procedencia del apelativo ‘Cola’, puesto que sus antepasados ya llevaban con orgullo tan singular sobrenombre; constituían una de las sagas más conocidas del pueblo.

Sabido es que en la existencia del ser humano no todo son satisfacciones. Tenía la fábrica de alpargatas un par de calles más abajo de su casa, en la calle Portillos nº 7, haciendo esquina con la Cuesta del Partidor. Era un casalicio grande y antiguo. Tocaba la exportación. No le acompañó la suerte, tan necesaria en el mundo de los negocios y pensó que lo más sensato era cerrar. Un día tuvo que tomar la decisión más dolorosa de su vida: presentar la dimisión irrevocable de su cargo de alcalde, finiquitar el negocio y llevarse a su familia a Valencia sin mirar para atrás e iniciar una nueva andadura con los suyos. Allí les esperaba el mayor de sus hijos, Andrés, que se había marchado a la gran urbe levantina por razones de estudios. Andrés se estaba preparando para opositar a una plaza de interventor de ayuntamiento, cosa que logró finalmente, siendo destinado a la localidad valenciana de Requena. Pero eso sí, Antonio se marchó prometiendo que nadie en Cehegín le recordaría por acabar debiéndole ni un solo duro. Juró que volvería cada siete de septiembre con la cabeza bien alta y así, con el inestimable sacrificio suyo y de sus hijos, saldó todas las deudas que por fuerza mayor dejó en su amado pueblo.

Pero como la vida, antes o después, te acaba devolviendo lo que te quita, fue en la bella  ciudad del Turia, la misma que un día conquistara don Rodrigo Díaz de Vivar, en la que el Mediterráneo encuentra su máxima expresión, donde pronto encontró acomodo laboral para sus hijos, recobrando la felicidad tan merecida de un hombre emprendedor y honrado que pasará a la historia de nuestro pueblo por dos hechos notabilísimos ocurridos precisamente en ese remarcable año de 1.925: La Coronación de Nuestra Señora La Virgen de las Maravillas y que Cehegín fuera considerado ‘Ciudad’ por la gracia de Su Majestad el Rey Alfonso XIII, tras ser nombrado él y su esposa La Reina Victoria Eugenia, alcalde y alcaldesa honorarios de la villa.

Y es que los casi tres años que duró su mandato-del 21 de marzo de1.924 al 8 de marzo de 1.927-, fueron de una gran intensidad en cuanto a reformas y mejoras en obras y servicios, siendo sus proyectos estrella la urbanización, entre otras, de la calle La Tercia, en aquellos tiempos una de las principales vías del pueblo, y la planificación e inicio de la construcción de la red municipal de agua potable, lo cual contribuyó notablemente a la salubridad pública, que hasta ese momento se movía en unos bajísimos parámetros de higiene. También se construyó el nuevo matadero y se acometió el acondicionamiento del Paseo de La Concepción. Algunos proyectos como el nuevo cuartel de La Guardia Civil o la plaza de abastos, se malograron por falta de presupuesto.

200 años habían pasado (16 de julio de 1.725) desde que la imagen de ‘Nuestra Patrona’, creada un día de milagrosa inspiración por el escultor italiano Nicola Fumo, llegara a Cartagena desde la ciudad de Nápoles. El día 10 de septiembre de 1.925, bajo la presidencia de don Antonio López Gómez, alcalde de Cehegín, se produce la coronación pontificia de La Virgen de Las Maravillas, siendo proclamada Patrona de Cehegín, entre autoridades civiles y eclesiásticas y una gran multitud de cehegineros entregados a tanta belleza. Seguramente, el mayor hito religioso de nuestra historia acababa de cumplirse de su mano.

Me cuenta mi padre, que mi abuelo y «su tío Antonio», ambos ancianos ya, gustaban de sentarse en la puerta de la casa en unos viejos aunque confortables sillones de mimbre, para charlar sobre asuntos antiguos y disfrutar de la bonanza climática del festivo septiembre ceheginero, refrescándose con unas gaseosas frías que mi padre, por mandato de mi abuelo, les bajaba de la peña, frente al casino, al que también acudían después de comer a tomar café, ojear los periódicos y abrazar a algún viejo amigo.

De que fue un hombre formado culturalmente y de una exquisita educación, da testimonio Antonio, el mayor de sus nietos, que tendría entonces entre 8 y 12 años. Residente en Requena con su familia, evoca a su abuelo cuando se quedaba a su cargo mientras su padre marchaba a sus ocupaciones en la ciudad de Valencia. Recuerda Antonio que su abuelo no perdía el tiempo con él; le enseñaba los verbos irregulares, las reglas de ortografía y muchísimas historias y poemas maravillosos como éste del poeta

Nicolás Fernández de Moratín:

Admiróse un portugués

de ver que en su tierna infancia

todos los niños en Francia

supiesen hablar francés.

«Arte diabólica es»,

dijo, torciendo el mostacho,

«que para hablar en gabacho

un fidalgo en Portugal

llega a viejo y lo habla mal;

y aquí lo parla un muchacho».

Antonio, ingeniero industrial residente en Madrid y jubilado ya, sigue contándome: «También me enseñaba a escribir como él lo hacía, a plumilla, con esos caracteres enérgicos y bien trazados fruto de su cultura y fuerte personalidad. Y dimos tantos y tantos paseos por los viveros, por la Avenida del Marqués del Turia». Antonio mira hacia el cielo mientras evoca a su abuelo. «Pero lo que más me gustaba es que me llevara a la Plaza del Caudillo, junto a Barrachina, donde había un par de quioscos que tenían toda clase de tebeos; me ponía morado. ¡Qué maravilla! Me compraba todo cuanto le pedía. En esos momentos, mi abuelo era lo más grande que me podía suceder. Aún hoy le recuerdo con gran cariño y admiración. Que Dios le tenga en su gloria».

Don Antonio López Gómez, ‘Antonio Cola’ para los cehegineros, quedó viudo de Ana María, que murió el 25 de octubre de 1.961 y marchó a vivir a casa de su hija Isabel. Allí pasó los últimos días de su vida, en paz y rodeado de los suyos, hasta que el 21 de junio de 1.965 cerró los ojos para siempre. Tenía 86 años. Hoy, más de medio siglo después de su muerte, sus restos reposan para siempre junto a su esposa en el Cementerio Municipal de Valencia, en una tumba a perpetuidad,  que el implacable paso del tiempo ha convertido en anónima. El frío y la lluvia de tantos inviernos levantinos, han borrado su nombre de la lápida de mármol ceniciento que le cubre.

Pero en la memoria de sus orgullosos nietos y de su nonagenaria hija Pilar, la única de sus vástagos que aún resiste entre nosotros, estará siempre presente la vida azarosa de un hombre que cubrió un espacio importante de la historia de Cehegín.

Antonio Peñalver

19 de junio de 2.016

COMENTARIOS

Diego Ibernón 6 agosto, 2016 a las 10:37 pm Responder

Muchas gracias por tus aportaciones.

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