Cehegineros muertos en la Guerra de Cuba. Antonio Peñalver

 

 

Si observamos el perfil medio del soldado español en Cuba, veremos que se trata de un muchacho entre los diecinueve y los veintitrés años de edad. Naturalmente, era soldado (mozo) de reemplazo nacido en el último tercio del siglo XIX y proveniente de las capas más humildes de la sociedad, ya que las familias más pudientes se podían permitir, mediante pago de 2.000 pesetas y otras ayudas, librar a los suyos de las presumibles penurias y de una muerte casi segura. Tuvieron la mala suerte de tocarles defender con su ‘impericia’, los últimos bastiones en ultramar del, otrora, imponente imperio español. Fueron pues, cientos los jóvenes murcianos que, ávidos de aventura y descubrimiento de un confín tan lejano como desconocido, tuvieron el honor de servir al Reino de España allende los mares. Su misión era ayudar a los miles de soldados españoles guarnecidos en la isla contra el anhelo independentista del Partido Revolucionario Cubano inspirado por el poeta José Martí. El apoyo norteamericano a los insurgentes cubanos, fue determinante en el fracaso de querer mantener la isla caribeña como ‘provincia española’. 

La guardia civil contribuía también mediante la protección de ciertos puestos, localidades e industrias y en la lucha contra pequeñas partidas de insurrectos, o reforzando a las columnas del ejército cuando se precisaba. Hago esta mención, porque también un guardia civil ceheginero, Juan Oñate Lazcano, se dejó allí la vida.
Entre música y vítores, felices se las prometían aquellos aventureros imberbes en los distintos puertos españoles, siendo despedidos como héroes por el gentío; algunos, pocos, tuvieron la suerte de ser despedidos por sus jóvenes y orgullosas novias y sus familias; la mayoría ni eso. Las madres, que siempre son las que peores augurios sienten en su interior en estas situaciones, lloraban con amargura intuyendo que pudiera ser la última vez que vieran al vástago al que no hacía tanto daban la merienda en cualquier callejuela de nuestro hermoso Cehegín. Qué guapos les veían ellas con sus recién estrenados uniformes de rayadillo azulado y sus sombreros de jipijapa, subiendo las escaleras del imponente vapor que les llevaría al ignoto destino atlántico. Se dirigían orgullosos a impedir la independencia de Cuba y Puerto Rico, mientras otros lo hacían al otro lado del mundo, en las Islas Filipinas.

El ejército español diseñó este tipo de uniforme antes mencionado de algodón de rayas azules y blancas que, a cierta distancia, les confería ese azulado claro que hacía inconfundible a la tropa española, por ser un tejido fresco que haría soportar mejor los bochornosos calores tropicales, además de ser apropiado en el paisaje general de la isla y no ser un fácil blanco de los disparos enemigos. Otras prendas del equipo del soldado de Infantería eran la mochila morral, la manta, la bolsa de aseo, la marmita fiambrera, la cantimplora, el vaso y la cuchara y una bota con capacidad para un litro de vino. El correaje constaba de un ceñidor con chapa de latón, dos correas o tirantes que se llevaban cruzados por la espalda y dos bolsas o cartucheras ovaladas, todo de cuero negro. Como calzado, unos borceguíes y unas zapatillas guajiras, una especie de alpargatas cerradas de lona, originarias de la isla. El frecuente mal estado del calzado, hacía que muchos soldados sufrieran infecciones provocadas por las niguas, parásitos que penetraban en las plantas de los pies. Un fusil de cerrojo de la marca alemana Máuser 1893, aunque fabricado en Oviedo, era el arma que siempre les acompañaba; pesaba cuatro kilos y tenía capacidad para cuatro proyectiles. 70 pesetas le costaba al Estado Español cada una de estas modernas carabinas. Acababa de sustituir al obsoleto Rémington 71/89.

Inocentes ellos, ignoraban que se habrían de enfrentar a un arma mucho más destructiva que el disparo de fusil o la pólvora: la Fiebre Amarilla, conocida de forma vulgar como ‘vómito negro’, que en los partes militares llegados a la Península para comunicar la baja de un soldado, se quedaba solo en ‘fallecimiento por vómito’. Hasta el Reino de España llegaba la noticia de que, hacia el final de la contienda, los malditos vómitos y también la disentería y el paludismo, estaban causando estragos en las desanimadas huestes españolas; caían como ‘chinches’. Alrededor de un centenar de jóvenes compatriotas por día, se decía por aquí. La falta de higiene, la mala alimentación (arroz, tocino, yuca y café, constituían la base del alimento de las tropas españolas) y, por qué obviarlo, los infecciosos prostíbulos de La Habana…, eran jóvenes. En efecto, los que lograron sobrevivir a aquella infernal enfermedad y fueron repatriados, sufrieron secuelas y vivieron mermados el resto de sus vidas.

Veintitrés de aquellos españoles que ya nunca regresaron, habían nacido en Cehegín. Excepto algún que otro reservista y un guardia civil, todos soldados de reemplazo entre los diecinueve y los veintitrés años, que fueron allí a cumplir su servicio militar, medida que fue muy criticada en la época, dada la escasa experiencia y pericia de estos recién incorporados al ejército. A veinte de estos soldados y un guardia civil, no les cupo ni siquiera el honor de caer en combate como, seguramente habrían deseado si es que había que morir; lo harían entre horribles estertores y sanguinolentos vómitos. Solo dos de ellos, Antonio Gómez Durán y Juan Pedro Ródenas López, murieron por heridas de bala. Pero revivamos, aunque solo sea de manera fugaz y a pesar del tiempo transcurrido, a aquellos soldados perdidos ya en el oscuro limbo de la historia. Pongamos negro sobre blanco sus nombres, porque fueron héroes a los que Dios se llevó demasiado pronto. Homenajeemos, tras 120 años de olvido, como se merecen estos ‘niños’ que sufrieron por España hasta morir tan lejos de su añorado Cehegín.

Soldados fallecidos por vómitos u otras enfermedades:
Alfonso Abril Muñoz, corneta (Santiago de Cuba); Juan Álvarez Fernández, soldado (Puerto Príncipe, Haití); Francisco Carmona Pérez, soldado (Puerto Príncipe, Haití); José Ramón de Gea Sevilla, soldado (Placetas, Santa Clara, Cuba); Santos Fernández de Gea, soldado (Santiago de Cuba); José García Caballero, soldado (Guanajay, Pinar del Río, Cuba); Bernardo García Martínez, soldado (Regla, La Habana); Fernando Hita de Gea, soldado (Ciego de Ávila, Puerto Príncipe, Haití); Nicanor López Fernández, soldado, (Regla, La Habana); Francisco López Ortega, soldado (Cárdenas, Matanzas, Cuba); Ginés Martínez Ruiz, soldado (Regla, La Habana); Alfonso de Maya Espín, soldado (Madruga, La Habana); José Morales López, soldado (Santiago de Cuba); Francisco de Moya de Moya, soldado (Yaguajay/Jaguey, Santa Clara, Cuba); Asensio Moya Sáez, soldado (Remedios, Santa Clara, Cuba); Diego Muñoz Fernández, soldado (La Habana); Lorenzo Portillo Hernández, soldado (Placetas, Santa Clara, Cuba); José Ruiz Carrasco, soldado (La Habana); Juan Sánchez Fernández, soldado (Ciego de Ávila, Puerto Príncipe, Haití) y Diego Sánchez Ruiz, soldado (Regla, La Habana).

Soldados fallecidos por heridas de bala:
Antonio Gómez Durán, soldado (Guimaro, Cascorro, Cuba) y Juan Pedro Ródenas López, soldado (Santiago de Cuba).

Guardia Civil:
Juan Oñate Lazcano (La Habana)

Antonio Peñalver
21 de marzo de 2017

COMENTARIOS

Paco Hita 3 junio, 2017 a las 4:21 pm Responder

!Que buen artículo!; Que bién te has documentado. Felicidades.

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