Antonio Fernández Hernández, de ‘El Escobar a Buenos Aires’. Por Antonio Peñalver

 

 

Nació el 1 de enero de 1.892 a las 24:00 horas en El Escobar (Cehegín). Se casó sin haber cumplido los 20 años en Benizar (Moratalla) con Luisa Lledó Martínez el día 27 de septiembre de 1.912. Aunque ella era natural de Elche (Alicante), residía en la pedanía moratallera porque su hermano Víctor estaba allí de sacerdote y fue quién les casó. Curiosa y tristemente, este sacerdote pertenece a la larga lista de mártires religiosos asesinados durante la guerra civil española.

Antonio Fernández Hernández falleció en 1.984 en Buenos Aires a los 92 años de edad.

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Para escribir la historia de Antonio hay que adentrarse necesariamente en la de su familia, una historia ciertamente peculiar; situémonos en el año 1.911. El padre de Antonio se llamaba Francisco Fernández Navarro, nacido también en El Escobar en 1.855. Antiguamente, a los que tenían por nombre ‘Francisco’ se les llamaba ‘Frasquito’, de ahí el apelativo de ‘Frasquitillas’ que con orgullo han llevado y llevan tanto él como sus hijos y nietos a lo largo de los años. Así me lo cuenta expresamente su bisnieta Mª Jesús, que es la verdadera mentora de la familia.

Estamos hablando de los ‘Frasquitillas’ como una conocida saga de barberos desde tiempos inmemoriales hasta José Fernández, hermano del protagonista de este relato; pasando por sus hijos Francisco, Cristóbal (padre de Mª Jesús, mi confidente), Joaquín y José y otros familiares más lejanos. Aún hoy, continúa habiendo un ‘Frasquitilla’ barbero en Cehegín en la figura de su nieto Pepe, establecido frente a La Casa de La Cultura. Casi con toda seguridad será el último.

Antonio se crió en una casa soleada, limpia y llena de flores, como era propio de  un casal típico de la huerta murciana regido por Josefa Hernández Garay (Pepa, su madre, una activa y graciosa mujer nacida en Murcia en el seno de una familia de genuinos huertanos). Pepa fue bautizada en la catedral de Murcia (Iglesia de Santa María) el 20 de enero de 1.860. Como hecho curioso, decir que era tía del pintor costumbrista murciano Luis Garay, coetáneo de Ramón Gaya. Luis Garay reflejaba en sus cuadros como nadie la Murcia de su época.

Pepa llegó a Cehegín por casualidad. Su hermana Catalina estaba viviendo en dicho municipio temporalmente por razones laborales de su marido, y en una de sus visitas conoció al que habría de ser su marido, y se enamoraron. Tan sólo contaba con 20 años de edad cuando fue llevada al altar por Francisco de 25 años, en la iglesia de Santa María Magdalena el 25 de agosto de 1.880.

El arte corría por las venas de aquella familia. La guitarra, la bandurria y la jota murciana formaban parte de la tradición y diversión familiar. El día de San Ginés, cuando se celebró la boda de Francisco y Pepa, tortadas y diversos manjares hacían las delicias de los invitados que, llenos de alegría, cantaban y bailaban al son de las bandurrias.

En El Escobar se establecieron. Desde su casa, hoy en estado ruinoso, se podía contemplar ‘El Cabezo Roenas’, enclave de la antigua ciudad de Begastri y La Muela, lugares pintorescos de la vega del río Quipar. La joven Pepa era un torbellino; los lugareños pronto se dieron cuenta que aquella ‘murcianica pequeñica’ y graciosa iba a revolucionar sus vidas. Enseguida pasó a ser conocida como ‘Pepa la murciana’ o Pepa ‘la máquina’, pues poseía la única máquina de coser por aquellos contornos. Ella cosía las camisas a los vecinos; si había que organizar las fiesta de Los Inocentes con sus típicas tortadas de anises, allí estaba Pepa la murciana. Cuando venían los misioneros a Cehegín, su casa estaba abierta para ellos, ya que era una mujer de profundas convicciones religiosas que frecuentaba la iglesia a diario.

A ella le gustaba ponerse guapa a diferencia de las lugareñas que nunca dedicaban ni un minuto a favorecer su asoleado aspecto; solo trabajar y más trabajar. Aquello le trajo algún disgusto que otro con su marido que se mostraba celoso por su exuberante hermosura.

La floreada placeta de su casa era lugar obligado de transeúntes que paraban allí para reponer fuerzas y echar un buen trago de agua fresca de su botijo bajo la sombra de la frondosa parra que la cubría. Allí salían a relucir las vicisitudes cotidianas que afectaban a aquellos fatigados caminantes, esperando el buen consejo de la generosa dueña del caserío.

Francisco y Pepa trajeron seis hijos al mundo; todos ellos en El Escobar: Francisco, Antonio, José, Elías, Isabel y Juan Santos. El mayor de ellos, Paco, dejó sus estudios de sacerdote por falta de vocación; y un día cogió un barco y se marchó a Buenos Aires a probar fortuna, quería continuar allí sus estudios. Un hecho sorprendente ocurrió al llegar a puerto, tras la larguísima travesía que duró nada más y nada menos que un mes. Cuando Paco descendió del transatlántico, se encontró a su padre que había viajado con él sin que éste lo supiera; seguramente pensó que si se lo hubiera dicho, le habría persuadido para no hacerlo. Y todo porque quería saber cómo era el lugar donde su hijo había decidido establecerse. Pasado un tiempo y seguro de que a su joven vástago le iba a ir bien, volvió a España.

Paco acabó siendo catedrático de filosofía y se casó con una italiana, instalándose para siempre en la hermosa ciudad bonaerense a orillas del río de La Plata.

José, fue continuista y se dedicó a su atávico oficio de barbero; asimismo se convirtió en ducho sacador de muelas. En aquella época era corriente que los barberos aliviaran también las dolencias bucales de un certero tirón; había que saber hacerlo. Viajó a la Argentina en varias ocasiones, pero no para quedarse. Mientras visitaba a sus hermanos, aprovechaba para ganarse unos buenos pesos con los que hacerse una casa en la calle Lorca para su mujer y sus cuatro hijos. El pobre murió con tan solo 34 años por una maldita pulmonía tras bañarse en las aguas de La Fuente Amarilla; decían que aquellas aguas portaban azufre que era bueno para las infecciones. A él le costó la vida.

Elías, el cuarto hijo, fue llamado a filas en 1.921; le tocó África. Una noche, antes de partir, se despertó horrorizado. Soñó que unos soldados moros querían matarlo. A pesar de ello se incorporó a su puesto en Marruecos. Dos meses después, su pesadilla se hizo realidad y Elías murió en el llamado ‘Desastre de Annual’ junto a miles de soldados españoles. Cuentan que los rifeños abrían a los españoles en canal y los quemaban vivos. Una verdadera tragedia. Más tarde se intentaron esclarecer los hechos, ya que se sospechaba que habían existido graves fallos estructurales de ámbito militar.

Isabel, la única hija del matrimonio, falleció siendo todavía una niña a consecuencia de unas fiebres mortíferas.

Juan Santos fue el único hijo que quedó en la casa. Su vida estuvo llena de altibajos. Acabó sus días malviviendo y sumido en la más absoluta pobreza. Quiénes le conocieron dicen de él que fue una buena persona.

Con estos antecedentes, entenderemos mejor la vida de Antonio Fernández Hernández ‘el bailarín’. Desde muy pequeño, Antonio ya dejaba ver su gran afición por el flamenco y otros bailes de estilo español. Tenía dotes para bailar pero nunca tuvo un maestro que le enseñara; era algo innato. Andaba enamorado de su vecina ‘Isabel la de La Muela’, pero una desgracia tan corriente en aquellos años de penuria y enfermedades se llevó a la madre de su amada Isabel, teniéndose que hacer ella a cargo de su padre y sus once hermanos pequeños, renunciando a todo lo que la rodeaba, incluso al amor de Antonio que quedó destrozado tras varios intentos de convencerla para seguir con su relación. Era el amor de su vida y seguramente lo fue siempre.

Pasó el tiempo y dada la amistad de su madre, Pepa, con el cura de la parroquia D. Víctor Lledó, procedente de Elche (Alicante), Antonio entabló relación con Mª Luisa, hermana del sacerdote que vivía con él. No tardaron en casarse.

Antonio quería salir de la huerta y alejarse de tanto recuerdo infausto. Así que un día decidieron hacer las maletas y emigrar a Buenos Aires, ciudad en la que ya vivía su hermano mayor Francisco, al que le iban muy bien las cosas y que les ayudaría gustoso. No le resultó fácil alejarse de sus padres y de su querida patria, pero dió el paso definitivo sin titubear.

Ni él mismo podía imaginar el giro tan radical que iba a dar su vida. Nada más llegar buscó la manera de dedicarse al baile; llevaba el duende dentro y Buenos Aires era una ciudad propicia para sacar todo el arte que dormitaba en su interior.

Al poco tiempo la suerte le acompañó, debutando en el Teatro Avenida con la obra ‘Las Vírgenes de Teresa’ con Rosita Rodrigo, primerísima vedette nacida en Valencia. Corría el año 1.920. Ya nunca dejaría de dedicarse a su pasión de ser bailarín. Lo hizo como primera figura en el teatro Artigas de Montevideo, en el teatro Cataluña de Barcelona y, sobre todo, en el famoso Rivera Indarte de Córdoba (Argentina) con Lola Membrives, una de las más famosas actrices del momento, nacida en Buenos Aires aunque de padres españoles.

Actuó en teatros madrileños como el Variedades o el Maravillas en el Barrio Malasaña, en la obra ‘Las de Aragón’ con Justo Arroyo y Pilar Gascón. En el teatro Mayo intervino en ‘El Padre Castañuelas’ junto a El Niño de Utrera’. El Maipo de Buenos Aires y La Catedral del Varieté también acogieron su artístico zapateado.

Ejerció como coreógrafo organizando ‘La Jota de La Dolores’ y ‘El Sombrero de Tres Picos’ en el teatro Colón de Buenos Aires, considerado uno de los cinco mejores del mundo.

En su extensa vida artística tuvo tiempo de intervenir en películas de gran relevancia en la época. Con la gran estrella española Margarita Xirgu actuó en ‘Bodas de Sangre’, en la que también intervino su hijo Antonio que había decidido seguir los pasos artísticos de su padre. Con Imperio Argentina intervino en ‘La Dama Duende’ y en ‘La Magia de los Cantares’.

En el año 1.935 fundó en Buenos Aires una academia de baile español que permaneció abierta durante 60 años y de donde salieron grandes bailarines. ‘El Pequeño Ruiseñor’  Joselito, frecuentaba su casa cuando viajaba a América a cantar.

En los años 1.955/57 estuvo de tournée en España con el sobrenombre de ‘Chispero’; su hijo y la esposa de éste -malagueña de nacimiento- actuaban junto al él haciéndose llamar ‘Los Chisperitos’.

Varias fueron las veces que Antonio volvió a Cehegín. Sus padres, desgraciadamente, ya no vivían. Cuentan que algunas noches de verano, congregaba a vecinos y familiares en la calle y les obsequiaba con su excelente arte flamenco. Llevaba a su pueblo en el corazón; aquí dejó parte de su vida pero nunca olvidó sus raíces cehegineras ni a su querida España; decía, orgulloso, que no tenía más bandera que la española.

Al cumplir los 80 años, fue homenajeado con todos los honores en ‘El Rincón Andaluz’ de Buenos Aires. En 1.984, a los 92 años de edad, cerró los ojos para siempre en la bella  ciudad rioplatense; la que le acogió cuando solo era un joven recién casado con ansias de triunfo. Quiénes le conocieron dicen de él que bailaba como nadie, pero que sobre todo era una excelente persona.

Aquí se acaba la historia de Antonio ‘El Frasquitilla’. El mismo, que un día decidió dejar El Escobar para cruzar el Atlántico en busca de éxito. ¡Y vaya si lo logró! Esperemos que esta narración inspirada por su sobrina-nieta Mª Jesús, sirva para que Cehegín conozca y reconozca como se merece a uno de sus hijos más significados fuera de sus confines.

Antonio Peñalver

Cehegín 27 de diciembre de 2016 

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COMENTARIOS

Juan 12 marzo, 2017 a las 9:51 pm Responder

Cada vez me sorprendes más gratamente. Un abrazo

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