‘Las casas del Casco Antiguo’. Por Abraham Ruiz Jiménez, cronista oficial de Cehegín

 

 

Quise hacer un romancillo con este tema, pero no acudieron los ripios y me quedé con la primera estrofa que dice:

                        Este Cehegín resucitado

                        acusa en su costado

                        el dolor de las casas cerradas

                        que no deshabitadas,

                        pues las ocupan los espíritus de sus antiguos moradores,

                        que no son fantasmas.

Casas que abrimos, de vez en vez, varias al año, quienes nos ausentamos un día por mor del destino, y también lo hacen nuestros descendientes, de segunda o tercera generación, herederos y conservadores de las más puras esencias del ceheginerismo, asentado en nuestras vidas, que unos han mamado y otros hemos aprendido de aquellos castizos nativos a quienes tratamos en unos tiempos a caballo de los dos venerables siglos que nos han precedido.        

Cada casa encierra una historia de menestrales o de acomodados, pero todas construidas con la destreza y la maestría que los clásicos alarifes supieron ejecutar, con el yeso de nuestras canteras, y ahí está el irrepetible Casco Antiguo, que es el Cehegín sin añadidos.

II

Casas preñadas de recuerdos y de amores acumulados que en los días del véspero recuperan la luz, al abrir sus ventanas,

                                   luz de Cehegín,

                                   que es la luz de su vega.

Ayer, al saludar a un viejo amigo, me decía:

-“Estoy muy mal, pero he venido a recorrer la casa de mis padres, a despedirme de la Virgen…”;

le interrumpí, vehemente:

-Hasta el año que viene…,

y emocionado, respondió:

-Si Ella quiere, pero aquí quedan. Las genealogías y las casas, plagadas de recuerdos de ayer y de antes de ayer.

Cehegín, que en el nomenclátor aparece como una población, en la vida, sobre el terreno y en el quehacer diario de sus habitantes, es como dos; bueno, tres, si contamos con el de la Diáspora, el que nos inunda, en ocasiones, con la llegada de los ausentes.

Mi amigo tenía razón, pues a los pocos días estrenó  uno de los nichos en la ampliación del Cementerio, lo que ha sido posible por la inmediatez de terrenos en blanco junto al existente (desde el año 1910). Pero nuestro irrepetible Casco Antiguo no tenía ensanche posible y la creación de los nuevos barrios era, forzosamente, extendiéndose por las inmediatas zonas de huerta, que, urbanizadas, eran los accesos viales a los caminos de la Vega del Argos y a sus pujantes pedanías. En torno a ellos, edificios para las familias que iban creciendo, o que se iban formando.

III

Habían nacido la Gran Vía y el Barrio de San Cristóbal, con calles laterales y transversales  que mejoraban los accesos al Barrio y Santuario de las Maravillas y a la histórica barriada del Santo Cristo y, calles de abajo, Poyo Colorado, que tenía la llave para la Vega del Argos; desde la Esquina de la Virgen a la Cuesta de las Maravillas, Plaza Vieja, Parroquia Mayor de la Magdalena, donde San Sebastián cuida de su castiza grey.

No hay más que llegar al Cantón y enfocar la mirada hacia la Cuesta del Parador para decir:

-Este, que es el Cehegín de siempre, ¡qué rejuvenecido está!

Restaurado, tan limpio, y conforme avanzas hacia los barrios medievales, vamos de sorpresa en sorpresa, pero el cerco se acaba con la base de las colinas que se desparraman entre río y vega, y es que ni los zenegíes, ni los cristianos, ni unos, ni otros, previeron estos tiempos, pero si supieron de la huerta feraz que abonaban con el estiércol de sus caballerías. Guerreros y agricultores que eran ellos, de donde vendría el olvidado dicho, como tantos otros, de que el ceheginero es un señor dedicado al servicio de la Agricultura. Y así estamos.

Desde la autovía, observamos la silueta del viejo Cehegín, encaramado sobre sus colinas, presidiendo las torres de sus templos centenarios y, por las callejas, los visitantes y turistas que se recrean en el ‘Mesoncico’, en la ‘Barandica’, por la calle Mayor, con el señorial Casino, (que ya cumplió ciento cincuenta y cinco años); pero al penetrar en el Marmallejo, las miradas se detienen ante la casa de las columnas, símbolo de un día, que se está cayendo a pedazos, y, al contemplarla, la Crónica enmudece.

 

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