‘María y aquellas fiestas que nunca fueron’. Por Francisco Jesús Hidalgo, archivero municipal y cronista auxiliar de Cehegín

 

 

Hoy, si permiten los lectores la licencia, vamos a dejar un texto en forma de relato histórico-literario, escrito en 2007, en el que el ambiente y los personajes son reales; concebido a partir de la información obtenida para la elaboración de un artículo de investigación que realicé en el año 2005 sobre la epidemia de cólera-morbo asiático del año 1855 en Cehegín.

«Todavía la recuerdo. María era hermosa, con una hermosura que le brotaba del alma y modelaba su rostro. Sí, aún la recuerdo. Con sus veinte primaveras recién cumplidas paseaba su juventud por la calle Mayor los días de fiesta y por los poyos del Partidor aquellos de faena, que eran casi todos los del año. A veces la veía subir por la calle de la Estafeta hasta la Plaza, o con una gran cesta de ropa en el río junto a Juana Martínez, la lavandera. A María ya le parecía que pronto llegaban las fiestas, para ella las de los pobres, pero las fiestas al fin y al cabo, y pensaba en salir bonita y arreglada, en sus amores de juventud, en sus ilusiones y en sus deseos.

Aunque lo llevaba muy en secreto, algunos días, al pasar por la calle de las Hileras sentía un cierto hormigueo en el cuerpo si acaso se venía a encontrar con José Gómez Marín, un joven maestro de instrucción primaria que, con veinte años, acababa de recalar en Cehegín, llegado desde Cieza.
A veces miraba sus manos, agrietadas del agua y el frío, y se arreglaba el cabello, coqueta, en un viejo espejo que primero fue de su abuela, después de su madre, y ahora había pasado a ser fiel reflejo de su alma. Cuando se cruzaba por la calle con María Isabel, la delicada hija de Don Amancio Ruiz de Assín Sahajosa, y veía su piel blanca y sonrosada, con su largo vestido, impecable y nuevo, su tocado y su risa desenvuelta, tomaba el viejo espejo, se miraba en él y contemplaba su rostro, y entonces sonreía, tímida, para después volver a la monotonía, a veces tristeza, de sus mañanas, sus días y sus noches. Así era María y así era su mundo.

Algunas tardes salía tomar el fresco, cuando sus labores se lo permitían, a la puerta de su casa y, a pesar de los años, aún me parece verla junto a la mujer de Bartolomé Martínez paseando a un niño, llamado Francisco, bonito como un sol, que hallaron a la puerta de la casa del susodicho, en la calle del Parador, un año antes. En la cestita donde apareció acurrucado había una papeleta indicando que se le pusiese el nombre de Francisco Moisés. La chica lo tomaba en brazos. Entre gracias y caricias pensaba en que le gustaría tener pronto uno como él, a pesar de la pena que le embargaba el saber a qué mundo habría de venir.

Muy prontito llegó el mes de septiembre con la Función de la Virgen y las fiestas. A María, Feliciana, Antonia y Dolores, grandes amigas de juventud, les gustaba por encima de todo comprar unos dulces, juntando un poquito de dinero, el mismo día diez, golosinas que sólo Felipe Palud, en su confitería de la calle Mayor podía hacer con tal esmero. Eran las fiestas del año mil ochocientos cincuenta y cuatro. Cehegín bullía y tanto ricos que en su status ostentaban su alegría como pobres que en el disfrute ocultaban su pena salieron a la calle a gozar de la devoción a la Virgen de las Maravillas.

Vivía en la calle de la Estafeta una viuda, pobre, que con veintiocho años quedaba ya, ella sola, al cargo de una niña de dos añitos, también llamada María. A ella ya las fiestas le venían en poco. A sus años, joven como era, se escondía en un luto eterno, que parecía querer ser la piel de su hermosura. Era el lado más amargo de estos días, el de aquellas gentes que sentían el no haber para ellos nada que celebrar, y podían pasar algunas mañanas en que sólo se desayunasen con un mendrugo de pan de centeno y aún otras con el único consuelo del rezo de un padrenuestro.

Y pasaron las fiestas del cincuenta y cuatro, y llegó la Navidad, y el día de San Sebastián, y el profano carnaval, y la temida cuaresma, y después la Semana Santa y, muy prontito, el mes de mayo del año cincuenta y cinco. En este mes de mayo ya se pensaba en las fiestas venideras. Recuerdo un día en que, junto a las casas del Parador, jugaban Catalina, la hija de Jerónimo González, José el de María Castaño, Francisco, hijo de Juan Muñoz, e Isabel, la hija de Pedro González, todos con sus cinco o seis años ¡qué gusto daba verlos gozar de su niñez! El confitero Tomás Gómez les dio unos caramelos, al parecer estaba de buen día y, según la cara que pusieron, les supo a gloria como si llevasen años sin probar uno, como así era verdaderamente. Ese día fue de fiesta para los niños.

Era, digo, el mes de mayo. Poco a poco se iba vislumbrando en el horizonte el tiempo de la siega y María seguía su vida con sus quehaceres cotidianos, sus ilusiones, sus fatigas y sus sueños, aunque, en verdad, para soñar no había tiempo demasiado.
Ya llegaba el calor y venían a la cabeza las fiestas de este año de mil ochocientos cincuenta y cinco y, sobre todo, la gran Función de la Virgen.

Una mañana, ya del mes de junio, María tuvo que ir a la botica de don José María Quiles de la Hoz, en el número 16 de la calle Mayor. Un cierto temor brotaba de la conversación de unos vecinos. A partir de ese momento todo sucedió deprisa. En el mes de julio casi se podían oír las lágrimas que llegaban con el viento desde Caravaca. Ya sólo quedaba esperar. Se rezaba en las casas, en la iglesia parroquial, en el convento, en las ermitas, El Ayuntamiento, con don Amancio Ruiz de Assín y Sahajosa a la cabeza, había tomado todas las precauciones necesarias y posibles pero se sentía en el ambiente que ya sólo quedaba la ayuda de Dios.

El día ocho de agosto de este aciago año de mil ochocientos cincuenta y cinco María comenzó a sentirse un poco mal. Echada en cama, aquella gracia de que gozaba ya no parecía la misma. Pronto se llamó a don Francisco López Gómez, aunque todos ya sabían que la desgracia había entrado en la casa de Juan Pintor. El médico sólo pudo ordenar su traslado al Hospital de Caridad. Era el cólera. Cehegín desde hacía más de una semana estaba sellado ante la declaración de la epidemia. María no pudo aguantar y el mismo día once dejaba este mundo y con él todas sus ilusiones de juventud.

Qué pena cuando, tras un breve responso, su cuerpo, poco tiempo antes bordado con una inmaculada gracia, con tanta vida como atesoraba, acabó inmerso en una caja de madera y arrojado sobre un carro, junto a otros que no pudieron pasar el trance. Recuerdo la extrema soledad del camino desde la Concepción a la Cuesta del Olivar. Una vez en el cementerio, arrojados los cuerpos a una fosa y cubiertos con cal todo quedó en silencio, un silencio extraño y sólo los gorriones piaban como ajenos a las cosas de este mundo. Su madre, a quien, como a todos, se prohibió salir del pueblo, quedó mordiendo de dolor las sábanas que habían tomado el último calor del cuerpo de María.

Todo el mes de agosto pasó entre responsos y gente que no podía llorar por haber perdido ya hasta la última de las lágrimas.
Y llegó septiembre. ¡Qué día diez de septiembre tan triste el de aquel año amargo de 1855! No hubo música, ni bailes, ni procesión, ni nadie pudo ir a ver a la Virgen de las Maravillas, enclaustrada, como se hallaba, en su casa del Convento. Ya no estaba María, ni sus ilusiones, ni el pequeño expósito Francisco, ni la pequeña Catalina, ni el travieso José, ni muchos más.

Me viene a la cabeza como el día diez y seis de este mes se celebró en la iglesia parroquial el Te Deum para dar gracias por el fin de la epidemia. Me parecía ver allí, entre la gente, a María con su traje de los domingos y su velo a la cabeza, hermosa como era, con su mirada baja y su piel morena.
Cada vez que camino, aún hoy, junto al cementerio, miro los muros y me acuerdo de ella, y del chiquito Francisco Moisés, que tan poco tiempo vivió, y de Catalina con sus seis años y de tantos otros que allí quedan.

Han transcurrido ya casi treinta años de aquello. Es el día diez de septiembre del año mil ochocientos ochenta y cuatro. Cuando son las nueve de la mañana dejo, por hoy, el escritorio. Tengo necesidad de salir a preguntar por María a Nuestra Señora de las Maravillas.»

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