‘Tres narraciones con el mismo telón de fondo’. Por Abraham Ruiz Jiménez, cronista oficial de Cehegín

 

 

Cehegín estuvo plagado de leyendas olvidadas. Entre mis rebuscos y para no perder el contacto con mis lectores de Palmo a Palmo, hoy saco a la luz las tres siguientes, por breves.

I.La Leyenda del espejo

CH., entonces no se llamaba así, sino  ZNG. y había sido invadida por los soldados bereberes de Almanzor; le concedieron gran valor estratégico al tener dos cerros o prominencias que dominaban todo el inmenso paisaje y por lo bajo de tales cerros corría lamiendo sus bases uno de sus dos ríos.

Llegaron los soldados del príncipe Alfonso y salvo las refriegas ordinarias muchos de los habitantes se sometieron a los conquistadores que se fueron uniendo en conversión y matrimonio a los habitantes de la población.

ZNG. gozaba, y goza, a pesar de los cambios naturales de un clima excepcional y en el cálido otoño bajaban de noche al río las mozas a recrearse en aquellas aguas que decían azucaradas, pues venían lamiendo las cañas de azúcar que vadeaban su largo cauce.

No era extraño que los mozos, ocultos entre las cañas del río, se solazaran viendo a las mozas bañarse entre tanta algarabía.

Un día se incorporó al baño nocturno la preciosa Aixa, que ya había sido comprometida en matrimonio, desde los nueve años, a uno de los guerreros de su tribu, de los que no se sometieron a los tratados y andaba de galopadas con otros guerreros por tierras de Al Andalus; pero éste llevaba consigo un espejo, encantado por una hechicera granadina, que le permitía ver, a ciertas horas de la noche, lo que hacía su prometida y así supo que convertida en mujer bajaba al río todas las noches.

Entre los jóvenes que contemplaban la feliz algazara mujeril, en la orilla del río, estaba uno, hijo de un capitán cristiano, que adoraba en silencio a la bellísima Aixa, que acabó correspondiéndole en detrimento de aquel guerrero bárbaro a quien sus padres la habían comprometido.

Un día, fuera de la hora habitual, Aixa bajó por el alcázar al río, donde la esperaba su joven galán y antes de pisar el cauce de las aguas dio un grito de terror al ver la escena del guerrero mirando el espejo donde ella aparecía ofreciendo su cuerpo a la luna llena y a su enamorado galán.

Desde aquel momento la poseyó una intensa tristeza y un profundo desánimo que la debilitaron. Cuando días después llegó el guerrero con el alfanje desenvainado para “curar su afrenta”, se encontró con que Aixa había fallecido de miedo y de angustia.

Una copla viene figurando en las antologías sobre este y otro caso similar:

            “Al espejo, del agua

            nunca te mires,

            no veas a otro hombre

            y a mí me olvides”.

 Nota.- De esta leyenda publicó otra versión José Miguel Naveros, en la colección Rutas de España.

II.La piedra del Milagro

A seis kilómetros de CH. hay un Santuario que en la Edad Media fue castillo de moros y cristianos.

Ese Santuario queda emplazado sobre una montaña sagrada y está dedicado a la Virgen de la Asunción, hoy, llamada de La Peña; parece que por esa latitud entraron a CH. las tropas del príncipe Alfonso.

Una escarpada inmensa flanquea al Santuario que se configura en su mitad como si fuera talmente el torreón del castillo que fuera un día.

Todavía hoy, sería inexpugnable; hay una cortada inmensa sobre la vega.

Pues bien; un día del siglo XVIII, pacía sobre los lomos de aquella cortada un hato de ovejas conducido por un pastorcillo, lo cual todavía se suele dar, cuando se destapó una tormenta de tales proporciones que desprendió del pétreo macizo una piedra descomunal que comenzó a rodar cuesta abajo amenazando con destruir a aquel hato de ganado que era todo el caudal del pastorcillo y aún a él mismo; lleno de pavor no supo más que exclamar:

  • “¡Virgen de la Peña,

  sálvanos…!”

y la piedra se detuvo. Y ahí está. Al poco, cesó la tormenta y salió el sol.

Esto figura como leyenda, pero es una historia real adornada con la vitola de un milagro de los que, aún olvidados parcialmente, se cita a los visitantes de ese Santuario tan encantador. Y ahí está “la peña”, para demostrarlo.

III. El hombre de Dios

Era un hombrecillo que un buen día apareció por la huerta de este lugar, como  a media legua, (unos tres kilómetros) de las últimas casas, y que se refugió en una de esas corralizas semi-cubiertas de cañas y tejas curvas que sirven para refugio de los ganados en los días de lluvia invernal o tormentas de verano.

Saludaba a los huertanos que circundaban y les ayudaba silenciosamente en sus tareas; ellos, a cambio, le retribuían con frutos de la tierra.

En aquella corraliza acotó un rincón donde tenía un jergón y levantó un a modo de altar con una tosca cruz en cuya conexión de los cuatro brazos había sujetado con esparto una estampa y siempre estaba adornada con plantas y flores silvestres.

Poco a poco, fueron advirtiendo los huertanos vecinos de la corraliza que algunos días se dejaba de ver el hombrecillo, hasta que unos y otros lo advertían en entierros a los que asistían en la población y en pueblos vecinos, orando a los pies de los difuntos, hasta que salía el acompañamiento y él desaparecía al salir del cementerio.

Parecía como transfigurado cuando estaba en tal menester y nadie se atrevía a preguntarle por tal comportamiento: llegar, orar ante el difunto,  caminar en la misma actitud hasta el cementerio y desaparecer cuando el cadáver recibía sepultura.

Y así todo un tiempo, lo que era objeto de cábalas y comentarios, hasta que llegó un invierno de esos que, de lluvias y nieves, impedían todo el tránsito a las huertas, en el que falleció, de resultas de aquellos fríos, un anciano muy conocido y “protector” de nuestro hombrecillo, y todos los comentarios corrían en torno a la imposibilidad de que llegara; se aproximaba la hora del sepelio, llegó el Cura con el Sacristán y no acertaba a rezar las preces rituales; comenzó a anochecer y el entierro no salía de la casa mortuoria, hasta que entre la niebla y la bruma observó alguien, desde el dintel de la casa, que se aproximaba como en volandas sobre la nieve, una figura que resultó ser el hombrecillo; entró junto al féretro, oró profundamente y salió, siguiéndole el cortejo que, con grandes dificultades, llegó al próximo cementerio y allí se lo encontraron muerto de rodillas, ante la puerta de la capilla y es que previendo su fin se fue a morir donde forzosamente lo habían de encontrar los vecinos del lugar y enterrarlo sin tener que molestarse con el tiempo tan malo que acontecía, pero es que su espíritu había arrancado del Señor la última gracia de poder orar ante su anciano amigo.

El corral, donde vivió como un asceta lo respetaron los vecinos y lo convirtieron en una ermita que duró mucho tiempo, en donde se refugiaban en caso de tormenta.

 

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