‘Don Cayo Ortega y Muñoz’. Abraham Ruiz, Cronista Oficial de Cehegín

 

 

Este ilustre personaje, casi desconocido por estos días en Cehegín, pues no tiene siquiera una calle con su nombre, fue un sacerdote profeso de la Orden Militar de Santiago que procedente de Blanca, como  párroco en lo civil y en lo castrense, ocupó el Curato de Santa María Magdalena en los últimos años del Vicariato y le cupo llevar a cabo la transferencia en esta situación al Obispado de Cartagena.

Don Cayo nació en Tendilla, tierras de La Alcarria, provincia de Guadalajara, arzobispado de Toledo, hoy diócesis de Sigüenza, el día 22 de abril de 1819, fue bautizado en la Parroquia de la Asunción, y era hijo de padres acomodados. Estudió tres años de filosofía y dos de Sagrada Teología en la Universidad de Alcalá de Henares y cursó y ganó otras cinco en esta facultad y en la de Madrid; con lo que podía opositar a beneficios en la Orden de Santiago.

Cura de Alcubillas en 1845 cuando tenía 26 años, su segundo cargo fue el Curato de Blanca (perteneciente a la Orden, encomienda del Val de Ricote y Vicaría de Totana). En 1855 fue nombrado por el Patriarca de las Indias cura castrense de la citada, asumiendo la doble jurisdicción.

Desempeñando dichas funciones tuvo lugar el cambio de obediencia canónica en virtud de los acuerdos entre el Gobierno español y la Santa Sede, Concordato de 1851 y, en su virtud desaparecían los vicariatos de las Órdenes y se hacían pleno cargo de todas las parroquias en tal situación los respectivos obispados, transferencias que se fueron haciendo, en algunos casos, lenta y dolorosamente.

En estos días fue azotada la provincia de Murcia por una epidemia de cólera morbo que tantos daños y víctimas causó en el año 1854 y siguientes, pero la actividad de don Cayo fue tal que S.M. le concedió la Cruz de Beneficencia de tercera clase en 27-8-1856.

Tras de ello fue destinado a la entonces única Parroquia de Cehegín, pero volviendo a la jurisdicción del Consejo de Órdenes y Vicaría de Caravaca que todavía no se había integrado a la Diócesis, lo que dio lugar a un largo  y desagradable periodo que tenemos ampliamente estudiado, y, durante el cual don Cayo demostró sus dotes conciliadoras y su formación teológica, hasta que, por fin, el 6 de abril de 1874 comenzó a firmar partidas diocesanas, siendo obispo don Francisco Landeira y Sevilla.

Cuando la diligencia deja a don Cayo en la célebre Posada del Parador (luego llamada de San José) ha ido recorriendo el camino que entraba por el Agua Salada, Poyo Colorado, y la barriada medieval que daba acceso por la Cuesta de Las Maravillas a la Parroquia de Santa Mª Magdalena; ha observado la construcción de un núcleo, todavía, eminentemente medieval, y conocido la perspectiva urbana que tanto habría de recorrer, pero ha corrido como la pólvora la voz y la noticia de su llegada y acude la numerosa clerecía a recibirle.

Ser cura de Cehegín, parroquia de término, fue siempre una altísima distinción y don Cayo disfrutó del respeto y consideración de la feligresía, entre la que destacaban las familias de élite.

Este cura llevó a la entonces villa, a poco de llegar, a un sobrino  que acababa de cursar la carrera de Farmacia; este era don Telesforo Ortega y Rivas, que se casó con la señorita doña Emilia Lorencio, ocupando la blasonada casa de don Alonso Góngora ubicada frente al palacete del Marqués de San Mamés, luego Casino, en la Calle Mayor. Esa imponente mansión, hoy cerrada, es conocida como “la casa de las boticarias”, por las cuatro hijas  que tuvo el matrimonio y que fueron personas muy consideradas y populares hasta mediados del pasado siglo en que fueron falleciendo, ya ancianas venerables. Ellas fueron quienes heredaron la biblioteca y archivo de su tío el cura, que, triste y torpemente, ha ido desapareciendo.

El día 19 de julio de 1880 le llegó a nuestro buen cura la hora del descanso eternal, cuando tenía 61 años; fue amortajado al uso, revestido como si fuera a celebrar, y en las manos un cáliz de madera que la Parroquia tenía para esos casos, siendo enterrado en el llamado Cementerio Viejo y trasladados sus restos años después al panteón levantado por sus sobrinas, “las boticarias”, en el nuevo Camposanto comenzado el año 1912 por el entonces cura párroco, hoy siervo de Dios Pedro Alcántara Hernández.

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