‘El Bosque Animado’. Crónica de la ruta Carrascal de Bajil-Cerro de las Víboras. Por Piedad M. López

 

Descubriendo Moratalla’ vuelve al campo, justo cuando las flores invernales de los almendros compiten en fulgor con las nieves que cayeron no hace tantas semanas. Aún inmersos en el invierno, la climatología nos regala una mañana de domingo radiante, pero una fuerte escarcha en el Campo de San Juan, nos recuerda en qué estación estamos aún.

Comenzamos ilusionados una nueva temporada, dirigiendo nuestro rumbo hacia uno de los espacios de la geografía moratallera más bellos, intensos y mágicos: Bajil y su carrascal. En la Ermita de San Juan, nos esperan unos invitados especiales, los componentes de las rutas caravaqueñas D’Ruta, con los que, a partir de esta temporada, compartiremos horas de disfrute de nuestros pueblos. Llegamos ya todos juntos, a la aldea de Bajil, donde uno de sus vecinos, Antonio, nos recibe como siempre con una sonrisa en la boca y bromeando, y es que viviendo en un lugar tan bello como éste, sólo se puede ser feliz. El sol brilla con fuerza primaveral, y promete una mañana de luz filtrada por las encinas de este singular bosque…

Desde donde nos agrupamos para comenzar nuestro paseo, vemos unos curiosos estratos en los cenajos del carrascal, que se diferencian del resto en color y forma… es uno de los secretos que guarda este paisaje, el paleocauce de Bajil. Este río fósil, nos cuenta una historia que sucedió aquí en el Mioceno medio, hace unos 20 millones de años. Imaginamos un mar ante nosotros, y el río cobra vida entrando en él, formando junto con algún otro un extenso delta, que existió aquí mismo, donde nos encontramos, en lo que los geólogos denominan el Estrecho Norbético. Caminamos por una tierra oscura y mullida, sorteando los gamones que despiertan a la vida, hasta llegar a nuestra primera sorpresa, que espera desde hace milenios nuestra visita de hoy: uno de los restos de los varios dólmenes que se diseminan en el entorno del Cerro de las Víboras. Asociados a la primera edad de este poblado (calcolítico), hoy muestran sus entrañas vacías, conservando la esencia de los que descansaron para siempre en ellos. Su visión impresiona vivamente, y el mero hecho de rememorar la historia de estos antepasados que en algún momento estuvieron rodeando esta tumba como nosotros hoy, crea un hilo invisible que nos unirá durante toda la mañana al pasado… hemos comenzado nuestra transformación, acabamos de cruzar la puerta a otro tiempo, de la mano de nuestra imaginación, y de un entorno plagado de mensajes que leemos ávidos de conocer mejor a aquellos que antes que nosotros nacieron, cazaron, amaron… doblegaron bestias, semillas, rocas y metales, y murieron en Bajil.

Las Totovías, emiten su insistentemente desde la copa de las sabinas albares y negrales, enebros y encinas que nos rodean, su canto de sones descendentes, mientras la visita a un nuevo enterramiento tumular, viene acompañada de unas cuantas cazoletas, sobre las que lanzamos al aire teorías de por qué y para qué las hicieron.

Desde lo alto del Cerro de las Víboras, comprendemos perfectamente el sentido de esta ubicación, es un cerro testigo perfecto. La protección y la dominancia que ofrece es casi ideal, no en vano, también tuvo ocupación durante la edad del bronce. Deambulamos por el intrincado laberinto de casas excavadas para su estudio hace más de una década, mientras charlamos sobre cómo sería la vida aquí, hasta descender en busca del carrascal.

Antes de continuar, cogemos fuerzas tomando un bocado sobre el césped que cubre el suelo en el Barranco del Esquilo, con un sol que, ya elevado en el horizonte, ha provocado que todas las chaquetas vayan desde hace un rato en las mochilas. Nos quedan más emociones esta mañana de domingo, así que sin demora ascendemos la vaguada en busca de otro salto en el tiempo… Ahora son unas pinturas rupestres las que nos cuentan la historia del lugar, el conocido Barco de Bajil. Resiste el paso del tiempo observando desde la roca lo que ocurre hace ya un buen puñado de cientos de años. ¿Qué intención tendría su autor? ¿Qué pensaría si supiera de su viaje en el tiempo, de las visitas que recibe? Preguntas sin respuesta que una vez más, incitan a ser contestadas con diversas hipótesis que surgen de nuestro grupo de descubridores.

Pero el Calderón Grande nos llama desde lo más profundo del bosque de Encinas, sabe que estamos allí, y que le rendiremos pleitesía una vez más, quizás como siempre ha hecho nuestra especie con esta mole de roca, con este dragón dormido que vigila desde la espesura. Escuchando su atrayente llamada, nos sumergimos literalmente en el carrascal, un mar verde por el que buceamos siguiendo no sin dificultades, una senda apenas perceptible que aparece y desaparece engullida por la vegetación. Las aves que nos acompañan con sus trinos, escondidos en el verde mar, han cambiado… son ahora carboneros comunes, mitos, herrerillos y agateadores los que nos siguen, conservando todavía sus agrupaciones invernales.

La humedad ambiente, convierte esta parte de nuestra ruta en un bosque digno de cuento de los Hermanos Grimm… Musgo, Ombligo de Venus, Líquenes colgantes, Eléboros, Doradilla… La magia está servida. Zigzagueamos por el carrascal, entre encinas y formaciones de roca fantasmales, que nos marcan la senda hasta encontrar la explanada donde espera monumental el Calderón Grande. Si las cámaras de fotos no habían cesado de trabajar en toda la mañana, aquí alcanzan el máximo de su actividad. El espacio sin duda es singular, e imaginamos de nuevo qué fue lo que sucedió allí, aunque nos es imposible saberlo, la conexión con “los otros” sigue abierta.

Pasear por el interior del carrascal en este primaveral día de invierno, es un auténtico deleite. Olores, sonidos y formas que nos alejan de nuestro mundo asfaltado, que nos retrotraen a lo que fuimos. Y llegamos a lo que pudo ser en el pasado un hogar aún más antiguo que el propio Cerro de las Víboras: Cuevas. Una gran oquedad provocada por la erosión en este paisaje kárstico, muestra una enorme boca abierta al cielo, por la que entramos al interior de la Cueva de Las Iglesias. Esta cueva es impresionante, coladas, muros de antiguos apriscos, calizas cristalizadas, pequeñas gotas que penden de estalactitas en formación, a veces cayendo sobre estalagmitas de gran tamaño, diversos espeleotemas, y más señales de nuestro pasado… recorremos los recovecos de la oquedad, con la avaricia de llevarnos en la memoria todo lo que vemos. La temperatura dentro de la cueva es unos grados más baja, cuando volvemos al exterior, el calor de los rayos del sol sobre nuestra piel es tremendamente agradable, sobre todo para los más frioleros. ç

Nos adentramos de nuevo en el laberinto vegetal, con mucho cuidado de no pisar unas pequeñas florecillas blancas que comienzan a aparecer, azafranillo blanco (crocus nevadensis). Sorteándolas, vamos en busca de vivir una nueva experiencia… El carrascal esconde una segunda cueva, la de Los Morciguillos. El nombre nos da idea de uno de sus principales habitantes, al menos de los pocos que quedan, ya que los murciélagos en general pasan por serias dificultades para su supervivencia en toda Europa. Deberemos tener precaución en caso de encontrar alguno. La boca de esta cueva, nos invita a un juego, la iniciación a la espeleología. Un pequeño agujero escondido en el bosque, será nuestra puerta de entrada a uno de los momentos más emocionantes de la jornada, sobre todo para aquellos que nunca habían pensado en convertirse por unos instantes en salamanquesa…

Uno a uno, con la prudencia que requiere el descubrimiento de una disciplina nueva, vamos siendo engullidos por la boca del dragón, aquel que dejamos durmiendo en la explanada del Calderón, será nuestra comunión con Bajil. Dentro del estómago del gigante pétreo, poco a poco nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad, y empezamos a ver lo que el subsuelo esconde. Esta cueva es mucho más húmeda, más resbaladiza, y nuestros pies se convierten en manos que tantean donde posarse. Más espeleotemas, más recovecos y contorsiones por intrincados laberintos y más emociones que se mezclan con el pasado de este espacio. También es mucho más cálida, aquí no sentimos frío. Nos desplazamos despacio, descubriendo cada grieta, pensando cómo sería nuestra vida allí… tras un pequeño portal, entramos en un corredor por el que avanzamos agachados… y vemos uno, dos tres… Murciélagos. Duermen. Nos tiramos prácticamente al suelo, en total silencio, y sin enfocarlos con las linternas ni hacerles fotos con flash, abandonamos rápidamente este pasillo, no queremos ser los causantes de su muerte. Dejamos en su reparador descanso a estos frágiles e indefensos seres, que solo tienen como protección la confianza en nuestro sentido común, y abandonamos la cueva.

Nos llevamos los momentos vividos, y la sensación de haber recuperado una parte de lo que fuimos, nuestra esencia como especie… y un poquito del espíritu que habita en este curioso ‘bosque animado’. Es tiempo de regresar, de salir del embeleso de una mañana que no olvidaremos. De vuelta a los coches que nos trajeron hasta aquí, es hora de disfrutar de los placeres gastronómicos que ofrece la zona… que no son pocos. Nos esperan en el restaurante El Cortijo, con la mesa puesta, y nosotros llegamos con el hambre a punto. Cerveza fresca, ensalada, embutido de la tierra, lomo de orza, carnes y pescados a la brasa y una rica presentación de postres caseros variados rematados con unos buñuelos calentitos, ponen el colofón a un domingo de vivencias únicas y diferentes, por ser las nuestras.

Comentamos al amor de la amistad y la buena mesa, momentos concretos del día, de otras rutas, y, sobre todo, de las que están por venir, ahora con nuestros amigos de D’Ruta.

La cámara cierra el plano, sale por una ventana abierta y se aleja del restaurante El Cortijo elevándose en el cielo, sobre el paisaje del Campo de San Juan, mientras la luz del día comienza a decaer, el campo se prepara para recibir la noche. De fondo, se oyen las risas y la conversación animada de nuestros descubridores…

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